Le
parecía un arma mortificadora. Ponía en contacto las distancias,
las ponía al alcance del oído, pero también hacía brotar en los
oscuros rincones del corazón un deseo , una sed incapaz de apagarse
con unas palabras. Temía cada instante en que tenía que acercarse
al aparato, pero al mismo tiempo era un placer, un bálsamo para el
alma.
Estaba
lejos, tan lejos como el fín del mundo, tan lejos como la muerte,
pero estaba también al otro lado del hilo. Aquello parecía poco
menos que una invención del demonio.
Siempre,
desde su primera juventud, le había ocurrido lo mismo. Sus amores
eran amores a distancia, eran dolores surgidos de lo más profundo de
las rocas del alma, gemidos, no de placer, sino de dolor. Sus amores
eran dolorosos, eran amores que no tenían encuentros. Alguien,
mirando desde fuera, hubiera dicho que eran estupideces, que no era
él quien se llevaba el fruto de todo aquel dolor. Pero no importaba.
Sabía que estaba haciendo lo que debía hacer. Era la esperanza la
que le
sostenía,
aunque fuera una esperanza recompensada en un más allá del que no
se sabía de su existencia.
Cuando
aquella noche volvió a coger el aparato, temblaba, temblaba de miedo
y de frío. Fuera la nieve se acumulaba sobre los tejados, el viento
era frío, la noche desapacible. Dentro era un terror arcano, el
temor al desprecio, al no que había recibido tantas veces en su
vida. No sabía qué podría hacer si le volvían a decir que no.
La
ventana de la habitación estaba a bastante distancia del suelo. Una
caida fortuíta le llevaría en volandas al hospital. Y nadie sabría
por
qué habría sido.
El
temor a una nueva renuncia le recorría la médula. Siempre se decía
que no había problemas, que aquello no podía ocurrir, que ya había
sufrido bastante y las fuerzas superiores , o quien leche fuera ,
tendrían piedad de él. No importaba la distancia, no importaba que
ella formara legalmente con otro una familia. No importaba nada de
eso, si, al menos, en un intersticio de su corazón lo tenía a él y
lo recordaba de vez en cuando, aunque fuera para maldecirlo. Le
parecía mejor la maldición que el olvido.
Los
toreros temen especialmente el silencio. La bronca dice que su tarea
ha sido mala, el silencio es una tumba frente a la que no se puede
hacer nada.
Tomó
el aparato. Sonó una, dos, tres veces... Al otro lado, una voz
cristalina esperaba su tristeza. Todo alegría, todo placer. Los
demonios de la técnica parecían hacer de las suyas. El temporal de
nieve congelaba las palabras en los alambres.
En
el corazón se encendió una llama que le hizo calentar el cuerpo.
Una larga conversación les confirmaba en su amor, en un amor trocado
por las adversidades, pero firme como una roca.
Se
dieron las buenas noches. Todo el nerviosismo había desaparecido,
una sonrisa cruzó la oscuridad de la noche. La vida era hermosa, a
pesar de los terremotos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario