miércoles, 2 de noviembre de 2016

REMOLINO ENAMORADO

Aquella noche cayó en la cama agotado. El día había sido terrible de trabajo y de calor. De pronto, como si el cielo se hubiera llenado de hogueras, la temperatura había subido hasta donde no hay en los escritos.
La gente no podía aguantar sin meterse en el agua. Y aunque piscinas privadas y públicas abundaban en la ciudad, era el río el centro de atención de los bañistas.
Afortunadamente aquella región, gracias a la colaboración de los ciudadanos, de las autoridades, de las empresas, era una zona bastante alejada de los problemas de contaminación que azotaba a otros lugares, lo que permitía a la gente darse de vez en cuando un chapuzón en el río.
La ciudad estaba cruzada por dos ríos. Ambos se juntaban en el recodo del río Mayor, partiendo la ciudad en dos. Cuando el río Menor dejaba sus aguas en el Mayor, el paseo por las orillas del río era una alegría para los ojos. Siempre había abundante líquido, a pesar del calor.
El río Mayor venía de una cordillera lejana. En su nacimiento era un río, como todos los ríos, rebelde y cantarín, que se deslizaba en cascadas imparables, pero al llegar al llano, maduro y como cansado, se deslizaba reposadamente por entre pinares unas veces, por entre trigales otras, hasta que hacía su entrada triunfal en la ciudad.
La ciudad estaba situada a la falda de una cordillera. Aunque no era muy abrupta, sí tenía la suficiente pendiente como para que las aguas que bajaban lo hicieran en torrente durante todo el año.
El río Menor, como un niño chiquito y mal educado, bajaba como caballo desbocado a encontrarse con su hermano Mayor.
El recodo era el lugar donde los dos ríos se abrazaban. Uno de aguas mansas, otro de aguas rápidas, el recodo era un contínuo remolino.
Por sus caracteríosrticas, cada río llegaba con un color. El Mayor color chocolate, de tierras arcillosas, el Menor límpio por el pedregal, era de aguas más claras.
En el recodo se había formado una especie de playa de arenas acumuladas por el arrastre de ambos ríos.
En los meses de calor era allí donde la gente bajaba a tomarse un baño salutífero y refrescante.
La vigilancia era constante, porque los remolinos abundaban y no era extraño el verano en que un par de despistados se zambullían en el remolino apareciendo varios kilómetros más abajo arrastrados por las aguas.
Aquel día había sido extenuante. Debido a la subida incontrolada del termómedtro, la cantidad de gente que acudió a la playa rebosaba las posibilidades de la misma.
Los hombres de salvamento y socorrismo, aunque gritaban y aconsejaban no entrar en mogollón al río, no eran escuchados.
En ese momento , un jovencito de unos catorce, quince años, perdió pié y se vio arrastrado hacia las profundidades del agua. A los diez minutos, una joven bella, hermosa, unos 25 abriles, era arrastrada hacia el más allá por los impúdicos e insaciables deseos de las aguas. El hombre había puesto toda su vida en el empeño, primero con el chico, después con la mujer.
Los sacó a ambos desnudos a la orilla. El agua, obsesa, los había desnudado, los quería acariciar como vinieron al mundo. Colocados uno junto al otro, fueron arropados con una manta mientras venían las autoridades a levantar el cadáver. Se díría que eran Romeo y Julieta, víctimas de su incontrolado amor representado por los torbellinos del río.
Desde ese día, y sin que nadie supiera de dónde había salido la idea, al recodo en que se reunían los ríos formando remolinos, se le empezó a llamar Remolino Enamorado. Era un homenaje a las víctimas de todo amor imposible.






ANTONIO DUQUE LARA

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