lunes, 12 de septiembre de 2016

VENDEDORA DE SUEÑOS

VENDEDORA DE SUEÑOS

Un conocido, más que un amigo, me invitó a ver una de esas fastuosas fiestas de fuegos artificiales que se celebran durante los meses de verano. Para el objetivo de esta historia no importa mucho si fue al lado del río Sumida o si fue en Yokohama, Fukuoka, Akita o cualquier otro rincón más o menos famoso por sus petardos.
Me hacía ilusión porque, para mí, los fuegos artificiales formaban hasta ese momento parte de la fiesta, más o menos larga, de la ciudad, de la región, pero nunca habían sido una fiesta en sí mismos. Sí, aquello era la fiesta. Cohetes hacia un cielo negro que se desparramaba en un arco iris de colores y formas infinitas. Una belleza, una delicia.
Mi amigo, conocido, iba con una chica que me presentó como su hermana. De edad indefinida, pero de cara linda, redondita, delgada de cuerpo, pero ojos negros y profundos, soñadores pero, eso me pareció, un tanto tristes, o tal vez cansados. En ese momento no pude precisar.
Estuvimos viendo aquel maravilloso, deslumbrante espectáculo, pero, al contrario que mi conocido, que disfrutó como un mocoso con zapatos nuevos, la chica, escondió su nombre real tras el de Marina, tal vez para parecer más atractiva o más misteriosa, no parecía tan contenta. Yo diría que incluso estaba triste. Me pareció ver un repunte de lágrima en sus ojos y una arruga de dolor en su frente.
En ese momento no supe como interpretar ese rostro. Una vez de vuelta a casa le pregunté qué le había parecido. Le dije, como verdad que era, que a mí me había encantado. Que era la primera vez que disfrutaba de una fiesta de fuegos artificiales....
Una porquería, fue su respuesta. Me sorprendió. La invité a que me contara por qué había dicho aquello. Accedió, pero con la condición de que la invitara a tomar una cerveza y que despidiéramos a su hermano. No le apetecía hablar delante de él. Lo hicimos. Nos quedamos solos y nos metimos en una cervecería. Al principio no parecía muy animada para hablar del tema,hasta que se lanzó.
Hacía un par de meses había dejado su trabajo. Había trabajado en una joyería durante varios años. Era especialista en joyas, pero las dificultades de la empresa, la malas relaciones con los empleados, especialmente con los jefes y demás bombones imbéciles, inútiles, escarabajos peloteros, así los definió, de los jóvenes, la había llevado a renunciar.
Le gustaban las telas, las ropas antiguas, el kimono y la yukata. Alguien le había dicho que su figura parecía apropiada para vestir esas ropas tan tradicionales y se había lanzado a ese mundo de cabeza y sin freno.
Cuando pensó en dejar el trabajo, lo primero que le vino a la mente fue entrar en ese mundo que tanto le gustaba. Pero había que comer. Buscó trabajo y lo encontró en unos grandes almacenes, aunque, en principio, temporal.
Me contó como el sistema de fabricación de las viejas ropas tradicionales había cambiado tanto que de unos años a esta parte se vendían yukatas como oniguiri para comer el mediodía. El sistema de estampado había hecho que los colores se multiplicaran por miles, que los diseños se multiplicaran por miles, que se hubiera podido estampar sobre fibra de poliester, lo que hacía que el vestido bajara considerablemente de precio y cualquier jovencita tuviera acceso a comprarse una pieza que años antes hubiera sido imposible.
Ciertamente, yo también me había ido dando cuenta de cómo había aumentado el número de trajes tradicionales en ciertas épocas del año, especialmente verano. Era más normal entre las chicas, aunque también notaba que muchas de ellas no parecían saber cómo se ponía aquella ropa y, además, que más que para vestir e ir elegantes, me daba la impresión, era para agarrarse al novio de turno y llevárselo a la cama la noche de fuegos artificiales.
Le pedí perdón por mi posible grosería pero en realidad lo que hizo fue darme las gracias porque ella había llegado en los dos meses que llevaba trabajando a la misma conclusión.
Primero me hizo referencia a las compañeras de trabajo. Una recua de yeguas en celo, frustradas, que lo único que sabían era hacerle la vida imposible a las nuevas. Después presumían de buenas formas y buenos modales, cuando el bífido perfil de la lengua era una navaja trapera. Acostumbradas a mandar en casa y sobre los hijos, no las quería nadie, en última instancia las soportaban porque no merecía la pena ir a la cárcel por hacer desaparecer un chorizo como aquel. Había salido del Málaga de los hombres, para caer en el Malagón de las mujeres.
Dios, pensé, esta mujer rezuma estrés por los cuatro costados.
Después vino la historia de algún tipo de clientes. ¿Habría que decir clienta? Eran muy pocas las que sabían lo que realmente querían, las que sabían realmente elegir. Eran generalmente personas de edad madura que en su juventud habían sido educadas en las tradiciones, tradiciones que habían quedado solapadas en su corazón pero que ahora podían volver a fluir gracias a los cambios producidos en la sociedad y en sus vidas.
La mayoría eran jovencitas acompañadas de sus madres. Jovencitas ignorantes que no sabían lo que querían y madres más ignorantes aún que tenían un comportamiento de cliente, cliente que, por supuesto, siempre tenía razón, simplemente porque pagan, apostilló Marina.
Después estaban las que pasaban los treinta, mujeres independientes, con trabajo, solteras, y con más ganas de casarse y quedarse en casa que de otra cosa. Las llamó pescadoras de ballenas. Cuando me lo explicó no pude por menos que soltar la risa. Eran damiselas, y lo dijo con toda la ironía del mundo, muy en su papel de exigir derechos de igualdad pero sin ninguna gana de cumplir con sus responsabilidades, y que su deseo era pescar un pez gordo, un pez gordo cuya cartera va llena de billetes. Era su único deseo en la vida. Y se explayó contándome el caso de una oficinista de tres al cuarto que fue a comprarse una yukata con el dinero que le había regalado su kare-shí para que una noche de aquellas fueran a ver los fuegos artificiales más famosos de la ciudad. Quería estar seductora y arrancarle el sí aunque tuviera que pasar la noche con él en una hotel.
Yo soy una vendedora de sueños, de sueños para gente que no los tiene, para gente que no respeta, para gente muy pagada de su dinero y de sus privilegios. En televisión aparecerá el espectáculo, la maravilla del espectáculo, se hablará de la producción de yukatas, de telas , de los gastos en cerveza, de los beneficios de los trenes, de miles y miles de personas, pero no se hablará de que todo es vacuidad, mundo flotante, nada, porque todo lo que se hace está montado sobre un hedonismo momentáneo y sin raíces. ¿Comprendes por qué no me puedo alegrar? No son los fuegos artificiales, es el mundo que lo rodea, la zafiedad caliente que yo percibo en esos momentos.
Sí, la entendí, seguimos charlando y tomando cerveza. La acompañé hasta la estación más cercana de metro y ella se dirigió a su casa y yo a la mía. Aquella misma noche compuse una pequeña historia que lleva por título: Fuegos artificiales o la zafiedad caliente. Aquí está.

Abrió el libro para seguir leyendo a partir de la página en que lo dejara la noche anterior. En aquella página había una cartulina separador. Era una entrada a un museo. Una entrada ya usada. La entrada mostraba un cuadro, un hermoso UKIYOE de un paisaje de hacía ciento cincuenta o tal vez doscientos años. La visión del cuadro le hizo saltar el tapón de los recuerdos embotellados en el cerebro.
El primero, sin querer, aunque era tópico, el mundo flotante, se unía a la expresión en el pasado de un mundo erótico más o menos elegante, más o menos vulgar.
Pero lo que él recordaba fue aquella noche majestuosa con una real hembra. Aunque menuda de cuerpo, el fuego interior que la devoraba logró que en un encuentro amoroso estallaran todos los resortes de su cuerpo. No tenía palabras propias para explicarlo. Se le vinieron a la mente unos versos de un poema que leyó hacía ya muchos años:
¿Cuál es la causa, mi Damón, que estando,
en la lucha de amor, juntos, trabados,
con lenguas, brazos, pies encadenados
cual vid que entre el jazmín se va enredando,

y que al vital aliento ambos tomando
en nuestros labios, de chupar cansados
en medio a tanto bien somos forzados
llorar y sospirar de cuando en cuando?

Amor, mi Filis bella, que allá dentro
nuestras almas juntó, quiere en su fragua
los cuerpos ajuntar también, tan fuerte

que, no pudiendo, como esponja el agua ,
pasar del alma al dulce amado centro,
llora el velo mortal su avara suerte.

Las sensaciones de aquella noche no las había podido olvidar todavía.
Y recordaba otra noche, noche de fiesta y fuegos artificiales, en la que aburrido de su soledad, se fue a ver el petardeo que se presentaba como uno de los de mayor capacidad de la urbe.
Los fuegos artificiales habían sido maravillosos, pero había otras cosas que no acababan de borrarse de la cinta de su mente. La cantidad de chicas jóvenes que había, volviendo en su vestir a los tiempos del cuadro en cuestión.
Yukatas blancas con dibujos oscuros. Azules profundos con rameados. Azules claros con fondos marinos. Rosas juveniles cargadas de flores. Toda la variedad posible habida y por haber en el mercado.
Pero algo no funcionaba. Las muchachas iban solas en ocasiones, con amigas en otras. Apretadas a sus amores juveniles, más bien deslabazados, mostrando toda la coquetería del mundo. Mostrando y queriendo ser comidas por la envidia de los demás en una demostración de poderío sensual que no, le parecía, llegaban a alcanzar.
Aquella noche sintió la terrible realidad del mundo flotante. El público, ¿o habría que decir las públicas?, lanzaban sus agudas voces de pollo resfriado al elevarse el petardo. Chachareaban sin descanso intentando interpretar el espectáculo que tenían delante. Ninguna, ninguno, manifestaba el más mínimo respeto hacia lo que veía. Era un suspiro, un nada. Un anhelo de vanidad, de vacuidad, de vacío del que todo el mundo se había olvidado a los cinco segundos.
La belleza de los fuegos artificiales era lo de menos. Era mostrarse, era mostrar sus encantos, tender una red de pegajoso amor mal interpretado para que el pez no se saliera de la red.
No era ese erotismo refinado que a veces se percibe en ciertos ambientes. Era un erotismo zafio, polvoriento, pueblerino, queriendo ser lo que no era... La fiebre de pollo rondaba la noche con el peor de los gustos.


La historia se la mandé a Marina. Le gustó. La había salvado del pozo negro en que la había dejado el trabajo. Prometimos volvernos a encontrar, lo que supuso el comienzo de una hermosa amistad que, si pudiera pasar a más.....         

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