martes, 2 de febrero de 2016

DIAMANTES

Lo mismo que en primavera, en medio del otoño se presentaban varios días de ocio y esparcimiento. Las cosas por hacer se amontonaban pero había decidido darse un día de descanso y continuar trabajando al siguiente.
         Iba a ser un día de movimiento del cuerpo, de patear los alrededores y no acordarse ni de la sombra de los quehaceres hasta que el día siguiente apareciera en lontananza rasgando el azabache de la noche.
        Por la mañana, tras un descanso reparador y tomar algo para que las fuerzas volvieran a su ser, se montó en los zapatos y se puso a caminar.
         Una de las características de su hábitat era el terrero hecho a martillazos en que se encontraba la ciudad en que vivía. Cuesta arriba, cuesta abajo. Eso favorecía usar todos los músculos del cuerpo a la hora de caminar.
         Una hora de camino lo llevó al barrio en que había vivido por largo tiempo. Todo le resultaba familiar. Era la hora del descanso. Un café y un bocado le dieron las fuerzas necesarias para respirar y pensar qué hacer después de volver a casa y ducharse.
         Unos días antes, en las escaleras por las que bajaba para cambiar de tren, había contemplado un gran cartel en el que se anunciaba una gran exposición dedicada al diamante.
         El interés personal por los metales o piedras preciosas para uso personal era nulo. Quizás la asociación de tales objetos de valor con determinados grupos sociales y personas en apogeo de su poder le tiraban para atrás. Tampoco el uso simbólico social de anillos de compromiso ni tales romanticismos trasnochados, parafernalia tras la que se esconde el orgullo, el deseo desenfrenado de poder, de la comedura de coco comercial, no le atraían especialmente para su uso privado.
         Pero como persona sensible a la belleza que se consideraba, podía admirar la espléndida refulgencia de una piedra y la belleza que transmitía al portador de la misma. Admirarla y gustarle. Uno no excluía lo otro.
         En los últimos meses, perdido en uno de los miles de canales televisivos que había, pudo ver varios programas dedicados precisamente al diamante.
         Las profundidades de la tierra escondía en sus entrañas su codiciada piedra. Nadie diría que era de la familia del carbón. Aunque todo el sistema de extracción era más sofisticado y había menos accidentes, el sufrimiento de los pueblos extractores, los menos beneficiados de todos en la cadena que lleva a la joya, no podía ser olvidado a la hora de contemplar tal maravilla.   
         La comercialización. El poder de la palabra de honor a la hora de comprar, el sentido de justicia caballeresca o venganza, en caso de no cumplir la palabra dada, formaba el segundo escalón de la cadena hasta estar en manos del cliente, mujer en la mayoría de las ocasiones.
         Una breve historia de la forma de cortar el diamante, de los estilos, según épocas e incluso paises. Algunos nombres de los grandes maestros, olvidados por su mala memoria, eran el único bagaje que le había dejado la televisión.
         Volvió a casa, se aderezó, y tras comer algo, la tarde iba a ser larga, se dirigió hacia el tren nuestro de cada día. Dirección, la colina de la cultura.
         El pleno otoño daba al cielo un color muy especial. El día era frío, el aire límpido, y la ropa límpia. Aunque había un poco de todo, le llamaron la atención algunas señoras, dos, tres, vestidas de kimono. No vestían diamantes. No los necesitaban. En las manos alguna sortija con algo que se veía piedra, ¿diamante?
         Realmente iban elegantes. Habian elegido unos colores equilibrados con la estación del año. Un diseño a través del cual se podía ir la mente a los árboles, transformados en colores de todo el arco iris gracias a la sabiduria de la naturaleza. Ciertamente las joyas no parecían hacer migas con el kimono, se le ocurrió pensar al albedrío.
         La estación término estaba, como siempre, abarrotada, un hormiguero humano que se movía en todas direcciones. Por la escalera que llevaba al lugar de la exposición, un reguero de mujeres se apresuraba como pájaros cantarines,
         Lo mismo va todo este gallinero a ver la exposición, pensó. Pero dentro sabrán moderar su algarabía, supongo.
         Unos meses antes había disfrutado del ambiente de los cerezos en flor. Ahora algunos árboles aparecían teñidos del rubor de la vergüenza o de la sangre de tantos muertos que mediaban entre la entrada de la primavera y la recta final hacia el invierno.
         Iba a ver una exposición. No era hora de ponerse ni cínico ni trascendente, ni... triste, pensaba. Pero lo cierto es que ese día carecía de acompañante con quien compartir la visión de las obras de arte.
         Llegó a la ventanilla de los billetes y cuando iba a comprar su entrada, en la ventanilla de al lado había un rostro que le resultaba familiar. ¡No! ¿Cómo era posible? ¡Violeta! ¿Cuánto tiempo hacía que no se veían? Mucho. Nada la había transformado en su rostro juvenil. Aunque su vestimenta había dado un cambio de trescientos sesenta grados. Vestía de kimono. Línea perfecta, cinturón acorde con el diseño, un sobrepelliz que la hacían aparecer como sacada de un cuadro, de una revista con fotos de moda.
         Neófito en el tema. sólo podía decir:¡Bella! Cuando la conoció era una veinteañera a la moda. Entonces le pareció un poco extravagante, aunque todo le sentaba bien.
         Un día, sin saber por qué, le había insinuado que su figura le parecía muy apropiada para usar kimono. Palabras que se dicen y surten efectos fulminantes. Ahora la veía desde la altura del tiempo y no podía creerlo. Aquella frase le había dado un vuelco a su vida. Se había convertido en diseñadora de kimono y de joyas. Aunque no era experta en el diamante, tampoco le era extraño.
         Aquello era tener suerte. Se había encontrado con una belleza que le acompañara y además le enseñara algunas cosas en las que él se encontraba in albis, que diría el refrán. Y como diría el poeta, aquel día creía en Dios.
         Se dirigieron al edificio. Antigua residencia de uno de los Príncipes de principios del siglo XX, tenía todo el gusto modernista adaptado al país. No desentonaba en absoluto y al mismo tiempo se veía muy moderno.
         Un amplio salón daba la bienvenida al visitante. Se entraba por la parte izquierda. Amplitud, techos altos, elegancia y adosadas a las paredes y en medio de las salas, vitrinas con las joyas expuestas. Y mujeres, mujeres, mujeres. No era la algarabía de la calle, pero sí un murmullo de sorpresa, admiración o suspiros de resignación llenaban el ambiente.
         Al igual que su amiga, se habían aderezado para la ocasión. Le recordaba aquel acto social de asistir al teatro en el siglo diecinueve, por el que las damas y los caballeros mostraban sus mejores galas en los palcos y pasillos del edificio. Símbolo de riqueza y poder.
         La elegancia era lo importante. Las damas reunidas en los salones de la exposición, antiguos salones de baile al albur, no estaban quizás a aquella antigua altura, en su conjunto, pero los ojos que observaban no sabrían decir si muchas de ellas iban a ver o a ser vistas.
         Algunas, veinte, treinta años, lucían perlas en competición con los collares y diademas expuestos en las vitrinas. Perfumes de todas las categorías se esparcían por las habitaciones. El ambiente era embriagador, lo que hacía que tal vez las damas y damiselas se vieran más bellas.
         Alguna que otra iba un poco demasiado descotada, lo que le daba a su aspecto el deseo de querer colgarse el collar de brillantes que tenía encasquetado alguna de las Princesas que completaban la exposición en forma de cuadro.
         Había también estudiantes de diseño, como su acompañante, a las que se oía hablar del tipo del corte de las piezas, de qué escuela habían salido las mismas, quién había sido el maestro cortador. Y las había que  estaban observando una pieza hasta colocarse delante de todos los presentes.
         La bella Violeta de kimono, le hacía comentarios oportunos o le respondía a sus preguntas, novato al fin y al cabo, con toda la delicadeza del buen maestro.
         ¡Cuánto había cambiado! Había sido una lotería encontrarse con ella. No la había olvidado, pero ahora le gustaba más. A partir de entonces no sabía si le quedaría el recuerdo de la exposición o de ese ángel de luz que se había cruzado en su camino.
         Varios cuadros completaban la exposición. Reinas, Princesas, Damas principales de la Europa de los siglos dieciseis al veinte. Todas pintadas por los mejores pinceles  y enjoyadas en un alarde de realzar la belleza de las damas y de las joyas.
         Tal vez hoy en día sería una ornamentación demasiado recargada. El adorno actual era más simple. Fue pensarlo y a su lado dos jovencitas soltaron la frase: “ Demasiado recargado”, y dieron la vuelta sin dignarse echar una mirada al conjunto de la pintura.
         No es precisamente un comentario tan subjetivo, según los gustos personales, la mejor forma de valorar el arte, aunque en toda valoración lo subjetivo tenga un peso importante.
         Un suspiro se escapó de los labios de una treintañera. Se dieron la vuelta y vieron a una chica enfundada en un traje vaquero, elegante, bien proporcionada, en su estilo, que hablaba con una amiga.
         “ Como no se case una con el director de una compañía...”
         Una exposición de tal guisa estaba tocando los puntos más sensibles y escondidos de las damas en cuanto a deseos reprimidos, ambición o vacuidad se refería. Las piedras salían de lo más profundo de la tierra, arrastraban el hambre y la sangre de mucha gente y venían a encaramarse en una bella representación de los deseos del hombre, deseos no siempre loables, por otra parte.
         ¿Y los caballeros? Ciertamente eran pocos. Algún que otro rechoncho satisfecho que miraba a la esposa con resignación y pena, como diciendo: “¡Qué pena no poder comprartelo!”, o el que tenía un brillo en los ojos con el que afirmaba que cuando salieran de allí le iba a comprar algo a su acompañante.
         Del siglo XVI al XX. De los maestros antiguos a las marcas más significativas de la actualidad. Una piedra que brilla y corta como el viento qua hacía aquella tarde al salir del edificio.

         La belleza de su amiga, el brillo de las joyas y la reacción del paisanaje habían sido un verdadero regocijo. Tras ellos quedaban las lágrimas del continente negro, de miles y miles de personas que a distancia embellecían el cuello de cisne de las Princesas. 

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