miércoles, 22 de julio de 2015

EL PARQUE DE KENJU, EL TONTO

EL PARQUE DE KENJU, EL TONTO

Kenji Miyazawa
      
  Kenju, riéndose contínuamente, se paseaba, despacito, entre los bosques, los terrados cultivados... ceñido siempre a la cintura un cinturón hecho de paja de arroz. Cuando, paseando bajo la lluvia, se encontraba algun verde matorral parpadeaba de alegría y, si sobre el azul del cielo, se topaba con algún halcón volando no se sabia hacia donde, saltaba de alegría, haciendo palmas y contándoselo a todo el mundo.
Sin embargo, como los críos se mofaban

despiadádamente de él, Kenju, poco a poco,llegó a la postura de hacer como que se reía. Cuando el viento soplaba con fuerza y las hojas de las hayas se balanceaban, brillantes,relucientes, no podía contener la risa de la alegría. Abría la boca con un gran esfuerzo y simulaba reirse sin descanso al respirar. Cuando eso ocurría lo hacia mirando, sin moverse, el balanceo de las hayas. A veces se ponía los dedos sobre el carrillo, pegado a la comisura de la boca, arrascándose como si le picara muchísimo, riéndose solo al ritmo de la respiración.
Efectivamente, mirando desde lejos, parecía que Kenju se rascaba o que bostezaba, sin embargo, desde cerca, se escuchaba el compás de la risa pudiendo observarse cláramente el movimiento de los labios. Los crios también se mofaban de tales cosas...
        Cuando se lo decía su madre, Kenju sacaba hasta quinientos cubos de agua del pozo, también se quitaba toda la maleza del sembrado en un día, por eso ni su padre ni su madre le pedían apenas que hiciera nada.
        Bien, pues resultaba que justo detrás de la casa de Kenju quedaba un prado tan amplio como el campo de recreo de una escuela. El prado todavía no era utilizado como campo de cultivo.
        Un año, cuando las montañas aún resplandecian por el albor de la nieve y en los campos no había empezado a despuntar la hierba, Kenju se fue a todo correr hacia donde los miembros de la familia estaban preparando el plantío de arroz y les dijo:
        — Mamá, cómprame setecientos plantones de cedro.
La madre dejó la azada y, mirando muy fijamente a Kenju, le preguntó:
           — ¿Y dónde los vas a plantar?
           — En el prado de detrás de la casa.
           — Kenju, no es ese lugar para que crezcan cedros. Mejor que eso ayúdanos a cavar la tierra -, le respondió su hermano.
Kenju, con aire desconcertado, bajó la cabeza. Entonces el padre, desde un poco más lejos, dijo, mientras se secaba el sudor y se estiraba:
           — Cómpraselos, cómpraselos. Hasta ahora nunca ha pedido nada, así que cómpraselos.
          La madre, al oir aquello, se tranquillzó, echándose a reir. Kenju, contentísimo, se fue corriendo a toda marcha hacia la casa. Sacó del cobertizo de los aperos un azadón y se puso a arrancar con todo esmero los yerbajos de los puntos donde iba a cavar los hoyos para los plantones de cedro.
           Al poco vino su hermano hasta donde se encontraba y, al ver lo que estaba haciendo, le dijo:
           — Kenju, los hoyos para los cedros hay que hacerlos cuando se plantan. Espera hasta mañana que te compro los plantones.
Kenju, embargado por la vergüenza, dejó el azadón. Al día siguiente el cielo era de un azul intenso, las montañas resplandecían con el blancor de la nieve y las alondras, dicharacheras como siempre, subían alto, alto... Kenju empezó a cavar tal como le había dicho su hermano, esta vez desde el límite norte del prado, tan contento que no podía reprimir la risa. Cavó en línea perfectamente recta y a intervalos perfectamente regulares mientras su hermano metía un plantón en cada hoyo.
           Estaban en ello cuando se acercó, la pipa en la boca y encogido de hombros por el frío, con las manos cruzadas dentro de las mangas del kimono, Heiji, propietario de los plantíos de la parte norte del prado donde trabajaban. Heiji hacia también algunas labores del campo y se dedicaba, así mismo, a otros trabajos, normalmente poco apreciados por la gente. Dirigiéndose a Kenju, le dijo:
        — Oye, Kenju, esta visto que eres tonto. ¡Vaya estupidez plantar árboles en un sitio como éste! Además, a mi huerta le quitas la luz.
Kenju se puso colorado de vergüenza. Quiso responder algo pero se quedó callado. Entonces el hermano, levantándose, saludó a Heiji.
           — Buenos días, Heiji...
Heiji, refunfuñando, se volvió lentamente por donde había venido.
           No fue Heiji el único que se rió del hecho de que Kenju plantara cedros.
           Aquel no era lugar para criar cedros ni nada parecido ya que el subsuelo era de material arcilloso pero, como todo el mundo decía, los tontos eran tontos y no había remedio.
           Así fue. Hasta los cinco años las troncos crecieron rectos y verdes rumbo al cielo. A partir de entonces se redondearon las puntas y a los siete, ocho años, seguían igual, con una altura de unos dos metros y medio.
           Una mañana, estando Kenju de pie, mirando el bosquecillo, un labrador le dijo a modo de broma:
           — Eh, Kenju. ¿No podas los cedros?
           — ¡Y eso qué es?
           — Cortar las ramas de las partes bajas con un hacha.
           — Ah, es verdad. Voy a hacerlo.
           Kenju se fue corriendo a su casa a por el hacha y se puso a podarla parte baja de los cedros. Como estos no tenían más que unos dos metros y medio de altura tenía que agacharse un poco para poder trabajar. Al atardecer no quedaban en los arboles más que tres o cuatro ramas en la parte de arriba. Una gran cantidad de ramas de
un color verde oscuro tapaban por todas partes la hierba, habiendo quedado el bosque muy clareado. Cuando Kenju vió que de golpe quedaba tan clareado sintió un profundo malestar, como si le doliese el pecho.
           Justo en ese momento volvía su hermano de los plantíos y, al ver como había quedado el bosque, se echo a reir. Con aire sonriente le dijo a Kenju, allí, de pie y con aire aturdido:
           — ¡Vamos! Recoje las ramas. ¡Qué buena leña has hecho! El bosque ha quedado también muy bien.
           Al oir aquello Kenju se tranquilizó. Junto a su hermano se agacho y fueron recogiendo las ramas. Quedó el lugar, con su hierba corta y lindísima, como si fuera un rincón en el que los santos eremitas se entretuvieran jugando a esa especie de ajedrez japonés
que se llama GO.
           Al día siguiente, estando en el cobertizo de los aperos de labranza, quitando la soja picada, se oyó un gran murmullo en la parte del bosquecillo. Por un lado y por otro se oían voces de órdenes militares, imitaciones de trompetas, ruido de zapatazos y, lo mismo que si de pronto todos las pájaros que hubiera por allí levantaran el vuelo, repentinas risotadas. Kenju, sorprendidísimo, se dirigió hacia allá. ¿Qué había ocurrido?
Aquello era sorprendente. Los niños, hasta cincuenta, que volvían de la escuela se habían reunido y, formando una fila perfecta, marchaban por entre las hileras de cedros.
           Efectivamente, las hileras de cedros parecían delimitar calles que tuviesen plantados árboles a ambas lados de las mismas. Además, los mismos cedros se diría que estuvieran vestidos de verde y ellos mismos fueran andando por lo que los rapaces se sentían muy contentos.
           Todos, con los rostros colorados, chillaban como el alcaudón mientras avanzaban por entre los árboles. Conforme avanzaban les iban poniendo nombre a las distintas hileras: Avenida de Tokyo, Avenida de Rusia, Avenida de Europa...
           Kenju, rebosante de alegría, escondido tras los cedros más cercanos a la casa, se reía a mandíbula batiente. A partir de entonces se volvió a repetir espectaculo día tras día... só1o los días de Iluvia no aparecían los crios.
           Uno de aquellos días caía, de un cielo blanco y esponjoso, una lluvia suave. Kenju, solo, bajo la Iluvia, estaba en la parte externa del bosque.
           De guardia, ¿eh? -, le dijo riendo un hombre que pasaba por allí cubierto con una capa hecha de paja de arroz.
           Los cedros habían granado con un color marrón verdoso. De las puntas de sus hermosas ramas caía, gota a gota, la fría lluvia que los había estado bañando. Kenju se reía jadeante. Del cuerpo se le escapaba el vapor que producía la lluvia al caer sobre él, pero él seguía allí, de pie, impertérrito.
           Una mañana de espesa niebla Kenju se encontró, sin esperarlo, con Heiji, en un cañaveral. Éste, tras comprobar que no había nadie por allí, como si fuera un lobo, poniendo cara muy desagradable le levantó la voz a Kenju:
           Kenju, corta esos cedros.
           — ¿Por qué?
           Porque le quitas la luz a mi huerta.
           Kenju no respondió, volviendo los ojos al suelo. La verdad es que, aunque Heiji protestaba por la sombra que le hacían los cedros a la huerta, la sombra no llegaba a una cuarta, además, los cedros protegían la huerta de Heiji de los fuertes vientos del sur.
        — ¡Córtalos! ¡Córtalos! ¡Córtalos!
        — ¡No los corto!-, respondió Kenju levantando el rostro del suelo y con una voz que daba miedo. El temblor de los labios parecía denunciar el próximo llanto de Kenju. La verdad es que aquella era la primera vez que se atrevía a responderle a alguien.
           Heiji, que creyó que Kenju se reía de él, montando en cólera, se encontró de pronto dándole puñetazos, uno tras otro, fuertemente.
           Aunque Kenju se tapaba el rostro con las manos, Heiji seguía golpeándolo una y otra vez hasta que todo empezó a darle vueltas y a tambaleársele. Entonces, Heiji, asustado, cruzó los brazos dentro de las mangas del kimono y, muy despacioso, se fue adentrando en la niebla.
           Ese otoño Kenju calló enfermo de tifus, muriendo al poco. Heiji había muerto también de la misma enfermedad justo diez días antes. Los niños, sin embargo, sin importarle en absoluto aquello, seguían reuniéndose en el bosquecillo... Pero, demos un salto en nuestro cuento...
           Al año siguiente empezó a pasar el tren por el pueblo, construyéndose una estación a tres manzanas al este de la casa de Kenju. Por todos sitios se construyeron fábricas de cerámica, de hilados etc. Las huertas y arrozales fueron desapareciendo para convertirse en nuevos edificios, apareciendo un día el pueblo convertido en una gran ciudad.
           Sin saberse muy bien por qué, lo cierto es que el bosque de Kenju fue el único lugar que quedó en su estado original. Los cedros crecieron, por fin, hasta sobrepasarlos tres metros mientras los crios se seguían reuniendo, todos los días en aquel sitio. Como la escuela estaba muy cerca, los niños seguían pensando que el bosque y el prado que había un poco más al sur era su campo de recreo.
           El padre de Kenju tenía el pelo blanquísimo, lo que era lógico ya que hacía casi veinte años que éste había muerto. Un día, quince años después, volvía al pueblo un joven doctor que entonces era profesor en America. De los huertos y bosques de antaño no quedaba ni la sombra. La gente tampoco era la de antes, todas eran personas venidas de fuera.
           En cierta ocasión le pidieron al doctor que les diera en el salón de la escuela una charla sobre aquel país. Una vez terminada la charla, el doctor, junto a los directores de la escuela, salieron al patio de recreo y se dirigieron hacia el bosque de Kenju.
Entonces, el doctor, sorprendido, colocándose las gafas una y otra vez, como si no creyera lo que veía, dijo, por fin, como si monologara en voz alta:
           — ¡Ah! Sigue igual, igualito que antes. Los árboles también siguen igual, incluso diría que un poco más pequeños, y los crios siguen jugando allí. ¡Ah! ¿No estaremos por ahí nosotros también?
Como dándose cuenta por primera vez que no estaba solo, sonriente, se dirigió al director:
           — ¿Éste es el campo de deportes da la escuela?
           — No, esta tierra pertenece a la gente de aquella casa que, sin importarles un ápice, dejan que los niños se reunan aquí, por eso es como si fuera de la escuela, pero no es asi.
           — ¡Qué extraño!  ¿Y eso por qué razón?
           — A medida que el pueblo se iba convirtiendo en una ciudad todo el mundo les decía que vendieran esto, pero los viejos, siendo el único recuerdo que les quedaba de su hijo Kenju, se negaron en absoluto. Por muy apurados que se encontraran, vender esto era algo que no podían hacer. Esa era, al parecer, su respuesta
           — ¡Eso es! ¡Eso es! Si, ahora recuerdo al tal Kenju. Nosotros creíamos que era un poco anormal. No dejaba de reirse. Todos los días, por aquí, justo por esta zona, se quedaba de pie mirándonos jugar. Kenju fue el que plantó todos estos cedros ¡Ah...! De verdad... ¿Quién es el inteligente? ¿Quién el estúpido? En verdad que la fuerza de la naturaleza es algo extraordinario. Esto se ha convertido para siempre en un parque infantil. ¿Qué les parecé? ¿Por qué no ponerle el nombre de PARQUE DE KENJU y que se mantenga como tal?
           — Eso es una idea felicísima. Además los niños se sentirían felicísimos... — y así fue como se llevó a cabo.
           En medio del cesped, ante el bosque de los crios, se colocó un monolito con la inscripción “PARQUE DE KENJU”.
           Los antiguos alumnos de la escuela, convertidos en estupendos fiscales, maravillosos militares, propietarios de pequeñas granjas en el extranjero, mandan cartas y dinero a la escuela.
         En verdad que son innumerables las personas a las que el maravilloso verde oscuro de los cedros, el refrescante olor, la fresca sombra del verano, el color del cesped iluminado por la luna, ha dicho lo que es la felicidad, o lo que se entiende por tal, así mismo  serán todavía miles a las que se lo seguirá explicando. Y lo mismo que cuando vivía Kenju; cuando llueve, el agua escurre por las ramas y va resbalando, gota a gota, sobre el cesped. Y al lucir el sol el aire se refresca y limpia gracias al bosque de cedros plantado por Kenju, el tonto...

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