domingo, 22 de febrero de 2015

CLAUSTRO ENAMORADO

CLAUSTRO ENAMORADO

         Apareció en un recodo del camino. De pronto, como todas las cosas grandes y buenas. Juan, el viajero, llegaba de lejos, de muy lejos en el tiempo y en el espacio. Un tiempo antes había sentido la llamada del lugar. Lo conocía como se conocen las cosas en el mundo actual, a través de la televisión, de fotografías, de la prensa, ciertamente en sus aspectos mejores, en esa música reconfortante, en esa conversación con la cultura que habían sabido mantener los monjes al menos desde hacía mil años.
         Lo conocía de oidas, pero también lo conocía de sangre. Sabía, tenía la tremenda certeza de que él había estado allí antes. El sueño se lo había confirmado.
         Se había visto amando a una mujer bella, hermosa sin comparación.
Un amor de todas formas imposible. Sólo había sido un sueño, pero el desasosiego espiritual que le había dejado era grande. Detrás de ese amor soñado aparecía el Monasterio de Santo Domingo de Sílos.
         Se veía setecientos años antes como monje del Monasterio. El pueblo era pequeño, la gente pobre, pero de buen corazón. El, gracias a sus estudios de medicina, era el médico, curandero, del pueblo. Todos los monjes, todos los enfermos leves del lugar dependían de él. Los otros, los graves, dependían de Dios.

                     

         Había en el pueblo una chica bella, hermosa sin comparación. Se había quedado huérfana. Su nombre era Blanca. Extrañas circunstancias la habían llevado a ser madre. El padre del hijo había huído cuando supo el estado en que se encontraba Blanca. A pesar de todo, a pesar de que por lo bajo la criticaban por el tremendo error de haber amado a aquel hombre, la gente del pueblo la ayudaba, la aceptaba en la pequeña comunidad.
         Un día su hijo enfermó. Blanca acudió a la rebotica del Monasterio y se encontró con Martín. El quedó prendado de ella. Fue como si de pronto una lanza le hubiera partido el corazón. No era un flechazo, era un lanzazo. Le resultaba difícil ser dueño de sí.
Dada su condición de monje se contenía hasta límites increibles. No había conocido mujer. Era la primera vez que una se le colaba por las rendijas del corazón. ¿Era aquello la seducción del Maligno.



         Blanca le llevó a su hijo. Deseaba que se lo curase. era lo único que tenía en la vida tan azarosa que había llevado hasta entonces.
         Fueron días y vinieron días. De pronto, una tarde en que el niño dormía muy mejorado, se encontraron uno en brazos del otro... Era la rebotica del Monasterio, lugar al que raramente acudía alguien.
         Sabían que era un amor imposible, pero el control de sus mentes, el control de sus cuerpos , les resultó más difícil aún.
         Una tarde ella se veía con una tristeza infinita en los ojos. Era como si intuyera que algo iba a ocurrir. Efectivamente, unas horas más tarde el niño moría en brazos de la madre.
         La desolación de apoderó de todos. ¿Qué ocurriría? Martín intentó consolar a Blanca que, poco a poco , fue aceptando la muerte de su hijo. Había sido inevitable. Al mismo tiempo ambos comprendían que su amor era imposible y que había que poner tierra de por medio.
         Antes de que eso ocurriera, un mercader burgalés había aparecido en el pueblo. También había quedado prendado de la muchacha. Tan fue así que varios meses más tarde apareció de nuevo. Le propuso matrimonio. Ella, medio por olvidar a Martín, medio porque el mercader no le era antipático, aceptó.





         Varios años más tarde ambos volvieron al pueblo. Fueron a visitar el Monasterio. Martín había sido designado Abad del mismo.
         Cuando se encontraron uno frente al otro, la emoción les embargaba el corazón. Les saltaba de alegría en el pecho, de una alegría llena de paz y felicidad. Su amor en el pasado había perdido corporeidad y había ganado en espiritualidad. Ahora ambos sabían que eran felices.
         En el sueño de Juan había aparecido también Mercedes, a la que sabía que no podía amar. Pero tras la figura de Mercedes veía la de Blanca. Setecientos años después se volvía a repetir la historia, en otras dimensiones, en otras coordenadas. Una historia que el corazón del viajero guardaba en lo más profundo, sin él mismo saberlo.
         Era este extraño sueño, esta extraña historia la que le había traido al lugar. La visita turística iba a comenzar. No era un monje el guía. Era una chica hermosa, bella sin ponderación. Entre Mercedes y Blanca. Sus ojos se encontraron. Una leve sonrisa selló el reconocimiento. Sí, eran ellos. Ambos volvían a encontrarse al cabo de mucho tiempo. No fue necesario decirlo. Los ojos hablaban y las palabras, los comentarios artísticos de ella iban dirigidos a él, a pesar de la gente que les rodeaba.
         Unas gafas de aire moderno le daban un aspecto juvenil. Sus almas habían pasado tantas catarsis que no sintieron ninguna pasión. Sólo pura simpatía. Ahora era ella la que se quedaba, una mujer joven y bella que explicaba una y otra vez la verdad profunda y amorosa que encerraban aquellos capiteles.
          Ahora era él quien se marchaba. El tiempo, la distancia, la vida, los había liberado de las pasiones humanas. Sus almas estaban en paz.
         Juan comprendió por qué había ido a aquel apartado rincón del mundo. Las obsesiones con el Monasterio de Santo Domingo de Silos terminaron por desaparecer completamente de su vida.

         (En el Monasterio de Silos  2 de agosto 2002)


                                        ANTONIO DUQUE LARA 

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